Félix de Azúa
Una vez superado el pueblo mundialmente conocido como La Pera, dejarás a tu izquierda el viejo lupanar amarillo tan chulo como un fotograma de Wim Wenders; entonces tomas a la izquierda por el desvío de Serra de Daró procurando que no te aplaste un tráiler polaco. En el momento de superar la cresta previa al cruce de Foixá, verás que se abre un panorama excelente, sobre todo cuando sopla la tramuntanita y todo luce como en un Memling. Hasta ese momento, el turista ha cruzado poblachones crecidos a velocidad vertiginosa en los últimos diez años, enterrados por naves industriales, almacenes ruinosos, alpendres de Uralita, basura industrial, camionetas oxidadas y chalets de infame construcción para munícipes. Es un tramo abrumador con una vía nacional, la que cruza Celrá y Bordils, siempre atestada gracias a los camiones y a los semáforos impuestos por ayuntamientos que se negaron a permitir circunvalaciones. Son vías de línea continua ideales para el conductor local montado en una moto o en un cochecito con tuning. Te parece estar viendo la publicidad de la tele.
Por el contrario, desde la carretera de Serra, tras el desvío y el descrestar, divisarás un panorama casi intacto, respetable. Los campos ordenados y fértiles se extienden hasta el mar en dameros que sugieren trabajo y riqueza. La línea del horizonte la forman el femenino perfil del Mongrí y las peladas islas corsarias del Estartit. Es un paisaje que da idea de cómo pudo ser el Ampurdán de la invasión napoleónica y de cómo ha sido sistemáticamente machacado por todos los gobiernos (fascistas, nacionalistas, socialistas, conservadores o secesionistas) y por todos los ayuntamientos en sus complicados apareamientos, hasta hacerlo desaparecer. La causa de tan portentosa unanimidad en la destrucción es sencilla y rotunda: el dinero, el parné, la pasta. Aquí no hay ideología que valga, sólo codicia.
Un país raquítico, con una incultura secular, sediento de todo lo que se atribuía a "los europeos", desde las gabardinas hasta el bidet, y con una clase dirigente que no haría mal papel en Liberia, no ha dado más de sí en los dos últimos siglos. Las costas valencianas, gallegas, catalanas o andaluzas han sido laminadas sin misericordia. Cierto que hay también una cierta matización en el desastre, según sea la región; sin embargo, ese cromatismo lírico es un considerable misterio. De momento, ningún historiador o sociólogo ha sido asaltado por la curiosidad de investigar la España plural de la codicia. Un asunto tan interesante...
¿Ha sido el mayor grado de barbarie lo que ha creado en Murcia esos monstruos que sólo encuentran pareja en los secarrales de La Mancha? ¿El gen morisco? ¿Será la venganza del arroz lo que ataca con flatulencias dolorosas todo el Levante y su urbanismo excremencial? ¿Es el metódico destrozo catalán más sensato que el que asuela la costa asturiana, gracias a la herencia noucentista? ¿A la protección de la Moreneta sobre tanto varón célibe y ahorrativo? ¿Y qué decir del espanto de las rías cocainómanas? ¿Ataques de la gaita paranoica? ¿De la empanada alucinógena? Algún día alguien estudiará el episodio de salvajismo más interesante de la Europa de posguerra, sólo igualado por la Sicilia del cemento y la heroína (inyectable). ¿Cómo fue posible que el franquismo se prolongara tantos decenios hasta dejar el país convertido en una sartén donde hierven de sed los rascacielos vacíos? ¿Quién lo sustentó, a quién enriqueció el caos y el expolio?
Que los ciudadanos apenas cuentan en la política española es bien sabido y explicable dada la peculiar herencia eclesiástico-castrense del país, así como la no menos curiosa biografía de sus dirigentes jamás editada. A pesar de todo, que no se haya producido alguna corrección democrática en nuestro tradicional despotismo, sino quizás todo lo contrario, desconcierta. El equipo que gobierna en el Ayuntamiento de Barcelona, por poner un ejemplo, ha sido elegido por un veintitantos por ciento de la ciudadanía, pero, viendo actuar a los ediles, se diría que lo respalda el ochenta por ciento, como a Sarkozy. Una mayoría de ayuntamientos que han logrado componerse son el hijo putativo de negocios y pactos perfectamente opacos y por completo ajenos a los programas de los partidos. La ciudadanía sabe que tales bastardías son consecuencia de la más cruda codicia, pero no puede oponerse a ella, no tiene medios y sabe que en las próximas elecciones volverán a las andadas. Por eso va dejando de votar. También es cierto que, aunque pudiera oponerse, quizás tampoco lo haría, como han demostrado los protectores de la mafia del ladrillo en las últimas municipales. En España, la ideología política, como la fe religiosa de hace unos años, es el disfraz que dignifica la más cruda explotación económica y el exterminio del insumiso. En este punto, la España plural es una.
La zona geográfica que nos sirvió de entrada y sobre la que Pla escribió algunas de sus mejores páginas ha sido para mí como el hijo de un matrimonio amigo al que has ido viendo crecer sin participar seriamente en su vida. Le has visto pasar del potito de zanahoria al cochinillo asado como en una secuencia de diapositivas. Así que, aunque sus padres lo tengan por un cráneo privilegiado y la flor de Olmedo, uno sabe la verdad y no le ciega ni el sentimiento, ni el interés, ni el orgullo. Cuando lo conocí de niño aún guardaba un aire de criatura rústica, algo bruto, pero de buena madera, un muchacho con ilusión por no morir tan idiota como sus padres y abuelos. En la actualidad es un anciano que no sabe despojarse de la ropa infantil y simula bailar el twist, como en los viejos tiempos, cuando ya le conviene la danza macabra de Saint-Saëns. Dio el primer estirón con la masificación del turismo y las segundas residencias que brotaron como hongos venenosos en los años setenta. Los servicios y la pequeña industria consecuentes lo pusieron en la edad adulta, pero luego ya no hizo nada más y se dispuso a gozar de lo conquistado con aire de galán verbenero, se acomodó a la haraganería nacional. En la actualidad, unas carreteras que construyó Primo de Rivera para las diligencias soportan el paso de millones de vehículos entre los que se cuentan miles de camiones de hasta ocho ejes, pero también ciclistas y tractores, una belleza argelina. Al nene del Ampurdán todo se le ha quedado pequeño, pero persiste en el gesto de estar esperando a que las suecas se sienten a comer una ensalada por ver si liga y les saca unos duros para Varón Dandy.
El viajero que ha constatado cómo las zonas turísticas de Francia, de Inglaterra, ¡incluso de Italia!, mejoraban con el tiempo, eliminaban los restos de barbarie, añadían silencio y verdura a las zonas residenciales, se civilizaban y organizaban racionalmente separando lo industrial de lo turístico, lo agrícola de lo urbano, aunque se perdiera la pátina arcaica y romántica, se pregunta por qué en España el desarrollo y la riqueza han de dar siempre como resultado la hecatombe, el triunfo de lo cafre y de lo cutre. ¿Será por un atávico temor a la miseria acumulada durante siglos de bocio y malaria? ¿Por la inexistencia de una educación sensata, la cual, por cierto, ha ido empeorando de legislatura en legislatura? ¿Será el catolicismo, su desprecio de la vida terrena y su respeto por los depósitos bancarios? ¿O el nacionalismo y el hábito de esconder los billetes de quinientos bajo la bandera? ¿Qué componente de todas las regiones españolas es el que nos condena a vivir peor cuanto más ricos somos?
No todos, por supuesto, no estoy loco. Quienes vivieron en la más completa desesperación durante generaciones ahora gozan de una situación confortable. Las aldeanas ya no visten sayas y tocas negras como en los chistes de Forges, sino que exhiben estupendos piercings ombiliculares y se depilan los artejos pedestres. Los aldeanos ya no arrean la mula, sino que ponen a doscientos por hora el Golf. No obstante, eso también sucedió en la Francia, la Alemania y la Italia de posguerra, el paso de la miseria a la comodidad, pero con resultados opuestos a los nuestros. También allí se produjo un rápido enriquecimiento, pero no dio lugar al desbarajuste del territorio y al desierto de cemento.
El lugar infernal de la carne de cañón lo ocupan en España, ahora, los inmigrantes llegados por millones en los últimos diez años, justo en el momento de la explosión cementera. ¿Será esa la explicación? ¿La mano invisible del Zeitgeist está diseñando nuestro país para acercarlo a Quito, Turquía, el Magreb o Rumania, porque estamos creando un hábitat digamos que "mediterráneo" de igualados caracteres físicos y espirituales? ¿Está la Providencia diseñando un bloque urbano del sur, con un paisaje homogéneo, sin sobresaltos ni transiciones bruscas, desde Ankara hasta Algeciras, lo que explicaría, de paso, las quejas identitarias de los vascongados? ¿Sube Oriente y baja Occidente? En todo caso, me parece que nos ha tocado la china.
¡Qué extravagante, qué inexplicada condena la de los nacidos en el Mediterráneo, y que me perdone Serrat, que es un santo y no tiene la culpa de nada de todo esto!
El País, 10 de juliol de 2007
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